viernes, 30 de julio de 2010

Buen Abogado

El padre del bueno de don Layo que era aún más bueno, al dictar su testamento y última voluntad, estipuló que una orquesta filarmónica debía tocar en su entierro. «Muy bien, señor», dijo el abogado. « ¿Qué pieza le gustaría oír?».

martes, 27 de julio de 2010

El Director

El profesor Layo Brandon, dio el tema de composición a sus jóvenes alumnos: Si yo fuese el director de una compañía…

Todos los niños se inclinaron sobre sus cuadernos y empezaron a escribir. Todos menos uno.
¿Mario Quisbert, por qué no comienza su ejercicio? – le preguntó el profesor Brandon.
Estoy esperando a mi secretaria – contestó el muchacho.

miércoles, 21 de julio de 2010

Por Etapas

El profesor Brandon le preguntó a Mario Quisbert cuantos años tenía.
Doce – fue la respuesta.
Hmm – replicó el profesor −. Estás muy bien constituido para tu edad.
Es lógico – repuso el muchacho −. Mi padre es albañil.
Y – añadió su hermana – lo está construyendo por etapas. El piso de arriba necesita todavía mucho trabajo.

lunes, 5 de julio de 2010

Quisbert y el profesor Brandon (I)

No comprendo para qué sirven los maestros en las escuelas, pues he podido observar que los maestros, en vez de enseñarnos lo que son las cosas se pasan el día preguntándonoslas.
Vamos a ver, señor Quisbert – dice el profesor Layo Brandon − ¿Qué es meseta?
Señor Quisbert –otra vez sin dar tregua − ¿podría usted decirme lo que es una raíz cuadrada?
Yo pienso, que, para ese viaje, no se necesitan alforjas, aunque también creo que no se necesitan alforjas para ningún viaje, ni he visto, hasta ahora, a nadie que viaje con alforjas. Si digo esto de las alforjas es porque lo dice mi abuelita que dice muchas cosas de éstas.
Lo que yo quiero decir, en realidad, es que no hay razón para que los niños vayamos al colegio a enseñar al profesor lo que es una meseta y lo que es una raíz cuadrada. Y, por si todo esto fuera poco, encima le tenemos que pagar a fin de mes.
Ayer, cansado de tanta pregunta impertinente, tuvimos el siguiente diálogo:
Vamos a ver, señor Quisbert; ¿quiere usted decirme lo que es Geometría? – preguntó el profesor.
No, señor – respondí yo.
¿Y en cuantas partes se divide «no, señor»?
−En las que a usted no le importa.
− ¿Podría usted ponerme un ejemplo?
−Podría ponerle un ejemplo, pero no me da la gana de ponérselo.
− ¿Está usted seguro?
−Sí, señor.
− ¿Querría usted decirme cuántas clases de «sí, señor» hay?
−Dos. A saber; sí, señor, y no, señor.
−Muchas gracias. Queda usted aprobado.
Verdaderamente no hay derecho a hacer tanta pregunta, pues, según he oído decir, “el que quiera saber, que vaya a Roma”, aunque, a mi modo de entender, el que va a Roma lo único que acaba por saber es cómo es Roma.
Así es que he pensado que como el maestro siga preguntándome tantas cosas, voy a dejar de ir al colegio y me voy a colocar en una oficina de información, que es donde nadie pregunta nada.

Quisbert y el profesor Brandon (II)

Cada día me fío menos de las personas mayores. El profesor Layo Brandon, después de pasarse la vida diciendo que si debemos aprender de los animales, y que si yo no sé qué cuántas cosas de los animales, luego, en la práctica, no tiene en cuenta nada de lo que ha dicho de los animales.
Digo esto porque, desde hace varios días, no hace más que hablarnos de los inocentes pajarillos que cantan en la enramada sus alegres canciones de primavera…
Pues bien; la otra tarde, cuando iba yo con mi madre por la compra, encontré a don Layo en un puesto de comida comiéndose un pajarito frito, sin tener en cuenta nada de sus alegres canciones de primavera ni su nada. No contento con esto, cuando acabó de comerse al pajarito, pidió unos pequeños pececillos, que creo que se llaman ispis, y se los comió sin la menor consideración y sin derramar ni una sola lágrima.
Después comentó con la cocinera sobre una cabeza decapitada que estaba siendo introducida en una gran olla, que, según puede oír, era de un pobre corderito. Decía que ese era uno de los más exquisitos platos de Guaqui – su tierra natal – sin el menor remordimiento.
− ¡Dios mío! – exclamé para mis adentros –. Este don Layo es un farsante.
Al día siguiente, cuando en la clase empezó a hablarnos de los coleópteros y de la vida de los coleópteros, exclamé:
−Dígame, profesor Brandon, ¿se comen los coleópteros?
Don Layo puso cara de asombro y me preguntó:
− ¿A qué viene esa pregunta, Señor Quisbert?
Viene – respondí yo – a que el otro día nos habló de los pajarillos y luego se estaba comiendo uno del tamaño de una manta de viaje. Por lo tanto, no me extrañaría nada que tuviera usted hoy para almorzar coleópteros con tomate o coleópteros en su tinta.
Don Layo monto en cólera y, después de grades gritos, dijo que no toleraba bromas de esa clase y que escribiera en un papel la palabra coleóptero mil doscientas veinticinco veces.
Yo, mientras cumplía mi castigo, pensé, que en esta vida no por mucho madrugar se amanece más temprano.

Quisbert y el profesor Brandon (III)

Dábamos nuestra clase de Gramática. El profesor Layo Brandon dirigiéndose a nosotros dijo:
−Si queremos nombrar personas, animales o cosas, nos valemos de unas palabras que se llaman nombres o sustantivos, como Vicente, canario, rosal. Pero si queremos decir lo que son, o lo que hacen o como están estos seres, entonces necesitamos de otra clase de palabras llamadas verbos. Veamos unos ejemplos: Vicente es zapatero. El canario canta. El rosal crece. Las palabras «es» y «crece» son los verbos.
Dicho esto don Layo me preguntó:
−Vamos a ver, señor Quisbert, ¿ha entendido bien esto?
−No, señor – respondí −, ni lo he entendido, ni me importa un comino todo lo que ha dicho.
− ¿Cómo que no le importa? – gritó iracundo don Layo −. ¿Para quién hablo, entonces?
Digo que no me importa – aclaré −, por la sencilla razón de que el que Vicente sea zapatero o carpintero, a mí ni me va ni me viene. Allá él con sus problemas. Además cuando yo sea mayor, lo más probable es que Vicente se haya cansado de ser zapatero o se haya ido a vivir a otro bendito pueblo. Por otra parte, no conozco a ese Vicente ni de vista. Tampoco me interesa lo más mínimo que el canario cante o deje de cantar, pues no pienso tener canarios en mi vida, y si los tengo prefiero que no canten para que no me den la lata. Y respecto a lo de que crezca el rosal, allá él, pues no voy a perder mi tiempo viendo cómo crece un rosal que, al fin y al cabo, no es nada mío.
¿Y los verbos? – gritó don Layo −. ¿Tampoco le interesan los verbos?
¿Los verbos?... ¿Qué quiere usted que haga con los verbos? Mi madre dice que ahora lo único que tiene importancia es la comida, y no querrá usted que me coma los verbos.
Don Layo montó en cólera y exclamó:
¡Eres un estúpido y un ignorante y, si no aprendes los verbos, nunca sabrás que en el verbo hay tres personas!
− ¿Y qué importancia puede tener una cosa en la que sólo hay tres personas? Si el verbo fuera más interesante estaría lleno de gente… ¿Quiénes son esas tres personas?
−Esas tres personas son; yo, tú y él.
− ¿Yo?...
−Sí, tú eres la segunda persona.
−Claro, y usted la primera. ¡Siempre tan egoísta!
Don Layo se puso rojo como un pimiento rojo y, cogiendo la regla, me dio cuarenta palmetazos y me arrancó una de mis patillas.

Quisbert y el profesor Brandon (IV)

El otro día, durante la clase, pregunté al profesor Layo Brandon:
−Dígame, profesor Brandon, ¿porqué son negros los negros?
Don Layo me miró con aire superior y exclamó:
− ¡Que pregunta tan tonta, señor Quisbert! Los negros son negros porque…
No llegó a acabar la frase. Me miró con asombro y murmuró después en voz baja:
− ¡Caramba, pues es verdad! ¿Por qué serán negros los negros?
Luego observó con miedo a todos los discípulos, temeroso de que le hubieran oído y dijo:
−Pues bien, hijo mío, la respuesta a esa pregunta es bien sencilla; los negros son negros para que sepamos que son negros. Si los negros fueran verdes, o fueran colorados, o fueran a rayas, ¿cómo íbamos a saber que eran negros? Además, otra de las razones de que sean negros es porque nosotros somos blancos. El negro es negro con relación al blanco, así como el blanco es blanco con relación al negro. En la vida todo es relativo. Existen hombres altos porque los comparamos con los hombres bajos y sabemos que un hombre es bajo cuando está al lado de un hombre alto.
Después, don Layo cogió un pedazo de tiza y se dirigió a la pizarra. Borró lo que había en ella y dijo, mientras unía la acción a la palabra:
−Supongamos que tenemos un cubo…
Dicho esto, guardó silencio un momento.
¿Para qué habrá dibujado un cubo don Layo? – pensé −. Cuando él dibuja un cubo debe tener una razón muy poderosa. Él no es de esas personas que dibujan un cubo por dibujar algo.
Don Layo volvió a repetir:
−Si tenemos un cubo…
Después empezó a escribir números y signos misteriosos, mientras seguía diciendo:
−Supongamos que tenemos un cubo…
De pronto, calló. Sacó el reloj de bolcillo de su chaleco y, después de dirigirle una mirada y otra a nosotros, dijo:
−Niños, ya es hora de salida. Lo siento, pero otro día demostraré científicamente porqué razón los negros son negros.

domingo, 4 de julio de 2010

Historia

Esto de estudiar es una gran cosa, porque acaba uno por enterarse de todo. Ahora me he decidido a estudiar Historia, que es un libro que cuenta lo que ha pasado antes de lo que está pasando.
Según la Historia, que por lo visto ya vivía en aquellos tiempos, el primer hombre que vivió en la Tierra fue el hombre primitivo. Parece ser que en la época en que vivía el hombre primitivo no había teletransportación, cosa que tampoco hay ahora, ni casas, ni carreteras, ni metales, ni fuego y ni siquiera se había estrenado ‘La guerra del fuego’ de Jean Jacques Annaud.
Por lo tanto, el hombre primitivo no sabía qué hacer y se pasaba el día metido en una cueva dejándose crecer el pelo.
Los primeros hombres primitivos tuvieron la mala suerte de vivir en una época que se llamaba período paleolítico, en el que lo único que se conocía eran las piedras, y como, por lo que se ve, tampoco en aquella época los hombres se llevaban demasiado bien, en cuanto tenían la menor ocasión, por menos de un 'quítame allá esa piedra', armaban una guerra de aúpa.
Generalmente, el motivo de las disputas de entonces era por si unos tenían más piedras que otros, y como la guerra consistía en tirarse piedras los unos a los otros y los otros a los unos, resultaba que ganaba la guerra el que perdía la guerra, ya que era éste el que acababa teniendo más piedras que nadie.
Afortunadamente, los hombres primitivos se cansaron de ser primitivos y de tanta piedra, y organizaron una cosa que se llama la Prehistoria, que consistía en que los hombres, en vez de ser tan primitivos y en vez de dejarse crecer el pelo, se dedicaban a pintar bisontes en las paredes de las cuevas, con el fin de que las generaciones posteriores se dieran cuenta de que ellos eran unos prehistóricos.
(Redacción del alumno Mario Quisbert, para la clase de Historia del Profesor Brandon).