El padre del bueno de don Layo, que era aún más bueno, era dueño de una bodega. Cierto día, fue a buscar a uno de sus empleados, a Mario Quisbert que en sus vacaciones escolares trabajaba de ayudante, y gritó:
− ¡Mario! ¿Dónde estás?
− ¡Arriba, jefe! – fue la respuesta, desde el desván.
− ¿Qué estás haciendo allí? – insistió el dueño.
− Ayudando a Juan, jefe.
− ¿Y qué está haciendo Juan?
− ¡Nada, jefe!
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